Entre esas estrellas que resplandecen en la bóveda azulada del firmamento, ¡cuántos mundos habrá, como el vuestro, destinados por el Señor a la expiación y la prueba! Con todo, también los hay más miserables, y mejores, así como los hay transitorios, que podemos denominar regeneradores. Cada torbellino planetario, al desplazarse en el espacio alrededor de un centro común, lleva consigo sus mundos primitivos, de destierro, de prueba, de regeneración y de felicidad. Se os ha hablado de esos mundos en los que es situada el alma recién nacida, cuando aún ignora el bien y el mal, pero con la posibilidad de marchar hacia Dios, dueña de sí misma, en posesión de su libre albedrío. Se os ha dicho también cuán amplias son las facultades de que ha sido dotada el alma para practicar el bien. Sin embargo, por desgracia, hay almas que sucumben, y dado que Dios no quiere aniquilarlas, les permite ir a esos mundos en los que, de encarnación en encarnación, se purifican y se regeneran, para regresar dignas de la gloria a la que están destinadas.
Los mundos regeneradores sirven de transición entre los mundos de expiación y los mundos felices. El alma que se arrepiente encuentra en ellos la calma y el reposo, mientras concluye su purificación. No cabe duda de que en esos mundos el hombre aún se encuentra sujeto a las leyes que rigen la materia. La humanidad experimenta sensaciones y deseos como los vuestros, pero está liberada de las pasiones desordenadas de las que sois esclavos. En ella ya no existe el orgullo que hace callar al corazón, la envidia que lo tortura y el odio que lo ahoga. La palabra amor está escrita en todas las frentes. Una equidad plena rige las relaciones sociales. Todos reconocen a Dios y procuran dirigirse a Él mediante el cumplimiento de sus leyes.
Con todo, en esos mundos aún no existe la perfecta felicidad, sino la aurora de la felicidad. El hombre todavía es de carne y, por eso mismo, está sujeto a vicisitudes de las cuales sólo están eximidos los seres completamente desmaterializados. Aún tiene que sufrir pruebas, pero sin las punzantes angustias de la expiación. Esos mundos, comparados con la Tierra, son muy felices, y muchos de vosotros estaríais satisfechos de quedaros allí, porque representan la calma después de la tempestad, la convalecencia después de una cruel enfermedad. En ellos, el hombre, menos absorbido por las cosas materiales, entrevé mejor que vosotros el porvenir; comprende que hay otros goces que el Señor promete a los que se hacen merecedores de ellos, cuando la muerte haya segado de nuevo sus cuerpos para darles la verdadera vida. Entonces, el alma libre sobrevolará todos los horizontes. Ya no tendrá sentidos materiales y groseros, sino los sentidos de un periespíritu puro y celestial, que aspira las emanaciones de Dios en los aromas del amor y la caridad que brotan de su seno.
No obstante, por desgracia, en esos mundos el hombre todavía es falible, y el espíritu del mal no ha perdido completamente su dominio. No avanzar equivale a retroceder, y si el hombre no se mantiene firme en el camino del bien, puede volver a caer en los mundos de expiación, donde lo esperan nuevas y más terribles pruebas.
Contemplad, pues, esa bóveda azulada, por la noche, a la hora del descanso y la oración. Entonces, ante esas innumerables esferas que brillan sobre vuestras cabezas, preguntaos cuáles son las que conducen a Dios, y rogadle que un mundo regenerado os abra su seno después de la expiación en la Tierra. (San Agustín. París, 1862.)
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