La ley humana contempla ciertas faltas y las penaliza. El condenado puede, pues, reconocer que sufre la consecuencia de lo que ha hecho. Con todo, la ley no abarca, ni puede abarcar, todas las faltas. Reprime más especialmente a las que causan perjuicio a la sociedad, pero no a las que sólo perjudican a quienes las cometen. Sin embargo, Dios quiere el progreso de todas sus criaturas, y por eso no deja impune ninguno de los desvíos del camino recto. No existe una sola falta, por mínima que sea, ni una sola infracción a la ley de Dios, que no tenga consecuencias forzosas e inevitables, más o menos molestas. De ahí se sigue que, tanto en las cosas de menor significación como en las importantes, el hombre siempre es castigado por donde pecó. Los padecimientos que resultan de su falta constituyen para él una advertencia de que ha obrado mal. Le sirven de experiencia, le hacen sentir la diferencia entre el bien y el mal, así como la necesidad de mejorar con el fin de evitar, en lo sucesivo, aquello que se transformó para él en una fuente de pesares. Si no fuera así, no tendría ningún motivo para enmendarse. Confiado en la impunidad, retardaría su adelanto y, por consiguiente, su felicidad futura.
Pero algunas veces la experiencia llega un poco tarde. Cuando la vida ha sido desperdiciada y perturbada, cuando las fuerzas se han debilitado y el mal no tiene remedio, el hombre exclama: “Si al principio de la vida hubiese sabido lo que sé ahora, ¡cuántos pasos en falso habría evitado! Si tuviera que volver a empezar, me conduciría de muy distinto modo. ¡Pero ya no queda tiempo!” Así como el obrero perezoso dice: “Perdí el día”, él dice también: “He perdido mi vida”. No obstante, del mismo modo que para el obrero el sol sale al día siguiente, y empieza una nueva jornada que le permite recuperar el tiempo perdido, también para el hombre, después de la noche de la tumba, resplandecerá el sol de una nueva vida, en la que podrá aprovechar la experiencia del pasado y las resoluciones acertadas que tomó para el porvenir.
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