En los mundos que han llegado a un grado superior, las condiciones de la vida moral y material son muy distintas a las de los mundos inferiores. Incluso difieren de las condiciones propias de la Tierra. Si bien la forma del cuerpo es, invariablemente y como en todas partes, la forma humana, esta se encuentra embellecida, perfeccionada y, sobre todo, purificada. El cuerpo carece por completo de la materialidad terrestre y, por consiguiente, no está sujeto a las necesidades, ni a las enfermedades o al deterioro que derivan del predominio de la materia. Los sentidos, más refinados, tienen percepciones a las que la naturaleza de nuestros órganos embotan. La levedad específica de los cuerpos hace que la locomoción sea rápida y no ofrezca dificultades: en vez de arrastrarse penosamente por el suelo, se deslizan, digámoslo así, sobre la superficie, o permanecen suspendidos en la atmósfera sin otro esfuerzo que el de la voluntad, de la misma manera que se representa a los ángeles, o como los antiguos concebían a los manes de los Campos Elíseos. Los hombres conservan de buen grado las facciones de sus migraciones pasadas, y se aparecen a sus amigos tal como estos los conocieron, pero iluminados por una luz divina, transfigurados por las impresiones interiores, que son siempre elevadas. En vez de rostros deslucidos, demacrados por los padecimientos y las pasiones, la inteligencia y la vida irradian ese resplandor que los pintores han traducido en diadema o aureola de los santos.
La escasa resistencia que la materia ofrece a los Espíritus ya muy adelantados, hace que los cuerpos se desarrollen rápido y que la infancia sea corta o casi nula. La vida, exenta de preocupaciones y angustias, es proporcionalmente mucho más prolongada que en la Tierra. En principio, la longevidad es relativa al grado de adelanto de los mundos. La muerte no tiene ninguno de los horrores de la descomposición, y lejos de ser un motivo de espanto, se la considera una transformación feliz, porque en esos mundos la duda acerca del porvenir no existe. Durante la vida, como el alma no se encuentra encerrada en una materia compacta, irradia y goza de una lucidez que la coloca en un estado casi permanente de emancipación, lo que permite la libre transmisión del pensamiento.
En esos mundos felices, las relaciones entre los pueblos, siempre amistosas, nunca son perturbadas por la ambición de esclavizar al vecino, ni por la guerra, que es la consecuencia de aquella. Allí no hay amos ni esclavos, ni privilegiados por el nacimiento. Sólo la superioridad moral e intelectual establece la diferencia de condiciones y confiere la supremacía. La autoridad es siempre respetada, porque únicamente se concede al mérito y porque siempre se ejerce con justicia. El hombre no procura elevarse sobre el hombre, sino sobre sí mismo, perfeccionándose. Su objetivo es alcanzar la categoría de los Espíritus puros, y ese deseo incesante no es un tormento, sino una noble ambición que lo hace estudiar con ardor para llegar a igualarse con ellos. Todos los sentimientos tiernos y elevados de la naturaleza humana se encuentran allí aumentados y purificados. Los odios, los celos mezquinos y las bajas codicias de la envidia son desconocidos. Un lazo de amor y fraternidad une a todos los hombres, y los más fuertes ayudan a los más débiles. Poseen bienes en mayor o menor cantidad, según lo que han adquirido mediante su inteligencia, pero nadie sufre por la falta de lo necesario, porque nadie está allí en proceso de expiación. En una palabra, en esos mundos el mal no existe.
En vuestro mundo tenéis necesidad del mal para sentir el bien; de la noche, para admirar la luz; de la enfermedad, para apreciar la salud. En cambio, en los mundos felices esos contrastes no son necesarios. La eterna luz, la eterna belleza, la eterna serenidad del alma proporcionan una dicha eterna, que no es perturbada por las angustias de la vida material ni por el contacto con los malos, que allí no tienen acceso. Es esto lo que el espíritu humano tiene mayor dificultad en comprender. Ha sido ingenioso para pintar los tormentos del Infierno, pero nunca pudo imaginarse los goces del Cielo. ¿Por qué? Porque al ser inferior, sólo ha sufrido penas y miserias, y jamás ha entrevisto las claridades celestiales. Sólo puede hablar de lo que conoce. No obstante, a medida que se eleva y se purifica, su horizonte se amplía y comprende el bien que está delante de sí, como ha comprendido el mal que dejó atrás.
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