Los Espíritus son creados simples e ignorantes, pero con aptitudes para progresar y alcanzar la perfección, en virtud de su libre albedrío. Mediante el progreso conquistan nuevos conocimientos, nuevas facultades, nuevas percepciones y, por consiguiente, nuevos goces que son ignorados por los Espíritus inferiores. Ven, oyen, sienten y comprenden lo que los Espíritus atrasados no pueden ver ni oír, lo que no pueden sentir ni comprender. La felicidad guarda relación con el progreso realizado; de manera que, de dos Espíritus, uno de ellos puede no ser tan feliz como el otro, por el solo hecho de que no consiguió el mismo adelanto intelectual y moral, sin que por eso precisen estar cada uno en un lugar distinto. Aunque estén juntos, uno puede estar en medio de tinieblas, en tanto que alrededor del otro todo resplandece, así como un ciego y alguien dotado de la vista pueden tomarse de la mano, y este último percibe la luz de la cual el primero no recibe la mínima impresión. Dado que la felicidad de los Espíritus es inherente a sus cualidades, ellos pueden encontrarla dondequiera que estén, sea en la superficie de la Tierra, en medio de los encarnados, o en el espacio.
Una comparación vulgar nos permitirá comprender mejor aún esta situación. Supongamos el caso de dos hombres que se encuentran en un concierto. Uno de ellos es un buen músico y tiene el oído afinado, y el otro carece de formación musical y su sentido auditivo está escasamente desarrollado, de ahí que el primero experimentará una sensación de felicidad, en tanto que el segundo permanecerá insensible, puesto que uno comprende y percibe lo que en el otro no produce ninguna impresión. De igual modo ocurre en relación con los goces de los Espíritus, que dependen de su aptitud para sentirlos. El mundo espiritual tiene esplendores por todas partes, armonías y sensaciones que los Espíritus inferiores, todavía sometidos a la influencia de la materia, no llegan a vislumbrar, y que sólo son accesibles a los Espíritus purificados.
El progreso de los Espíritus es fruto de su propio trabajo. No obstante, como son libres, trabajan a favor de su adelanto con mayor o menor diligencia, con mayor o menor desidia, según su voluntad. De ese modo, apresuran o retrasan su progreso y, por consiguiente, su felicidad. Mientras algunos avanzan rápidamente, otros permanecen detenidos por largos siglos en las categorías inferiores. Ellos son, pues, los artífices de su propia situación, sea dichosa o desventurada, en coincidencia con estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras”. El Espíritu que se demora sólo puede quejarse de sí mismo, así como el que progresa posee el mérito exclusivo de su esfuerzo, y por eso aprecia más la felicidad conquistada.
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