Vivimos, pensamos, actuamos: esto es positivo. Morimos: esto no es menos cierto. Pero cuando dejamos la Tierra, ¿adónde vamos? ¿En qué nos convertimos? ¿Estaremos mejor o peor? ¿Existiremos o no? Ser o no ser, tal es la alternativa. Ser para siempre o no ser nunca más; el todo o la nada. Viviremos eternamente o se acabará todo para siempre. Vale la pena que reflexionemos acerca de esto.
Decidle, al que sabe que va a morir, que seguirá viviendo, que su hora ha sido pospuesta; decidle sobre todo que será más feliz de lo que nunca ha sido, y su corazón palpitará de alegría.
Todos los hombres experimentan la necesidad de vivir, de gozar, de amar, de ser felices. Decidle, al que sabe que va a morir, que seguirá viviendo, que su hora ha sido pospuesta; decidle sobre todo que será más feliz de lo que nunca ha sido, y su corazón palpitará de alegría. Pero ¿de qué servirían esas aspiraciones de felicidad si un leve soplo pudiera hacer que se desvanezcan?
¿Habrá algo más desesperante que esa idea de la aniquilación absoluta? Los afectos preciados, la inteligencia, el progreso, el saber laboriosamente conquistado, ¡todo quedaría destrozado, todo estaría perdido! ¿Qué necesidad habría de esforzarnos para ser mejores, para reprimir nuestras pasiones, para ilustrar nuestro espíritu, si de todo eso no se recogiera fruto alguno y, sobre todo, si pensáramos que mañana, tal vez, ya no nos servirá en absoluto? Si fuese así, el destino del hombre sería cien veces peor que el de los irracionales, porque estos viven exclusivamente en el presente, con vistas a la satisfacción de sus apetitos materiales, sin aspiraciones para el porvenir. Una secreta intuición nos dice que eso no es posible.
Debido a la creencia en la nada, el hombre concentra forzosamente todos sus pensamientos en la vida presente.
Debido a la creencia en la nada, el hombre concentra forzosamente todos sus pensamientos en la vida presente. En efecto, sería ilógico que se preocupara por un porvenir del cual no espera nada. Esa preocupación exclusiva por el presente lo conduce naturalmente a pensar en sí mismo por encima de todo. Es, pues, el más poderoso incentivo del egoísmo, y el incrédulo es consecuente consigo mismo cuando llega a la siguiente conclusión: gocemos mientras estamos aquí, gocemos lo más posible, pues con la muerte todo se acaba; gocemos deprisa, porque no sabemos por cuánto tiempo estaremos vivos. Sucede lo mismo con esta otra conclusión, mucho más grave aún para la sociedad: gocemos a pesar de todo; cada cual para sí mismo; la felicidad, en este mundo, le pertenece al más astuto.
El espiritismo viene a poner un dique a la invasión de la incredulidad, no sólo mediante el razonamiento y la perspectiva de los peligros que esa incredulidad acarrea, sino por los hechos materiales, que permiten ver y tocar el alma y la vida futura.
Si el respeto humano sirve de contención a algunas personas, ¿qué freno habrá para los que no le temen a nada? Estos últimos creen que las leyes humanas sólo alcanzan a los tontos, razón por la cual utilizan todo su talento a fin de encontrar el mejor medio para eludirlas. Si existe una doctrina nociva y antisocial, esa es sin duda el nadaísmo, porque destruye los auténticos lazos de solidaridad y fraternidad, sobre los que están fundadas las relaciones sociales.
En estas circunstancias el espiritismo viene a poner un dique a la invasión de la incredulidad, no sólo mediante el razonamiento y la perspectiva de los peligros que esa incredulidad acarrea, sino por los hechos materiales, que permiten ver y tocar el alma y la vida futura.
La doctrina espírita acerca del porvenir no es una obra de la imaginación concebida con relativo ingenio, sino el resultado de la observación de hechos materiales que hoy se despliegan ante nuestra vista, de modo que congregará, como ya sucede, las opiniones divergentes o vacilantes y, por la fuerza de las cosas, poco a poco conducirá a la unidad de creencias sobre ese punto.
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