“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los que padecen persecuciones por la justicia, porque de ellos es el reino de los Cielos.” (San Mateo, 5:5, 6 y 10.)
Las vicisitudes de la vida son de dos clases o, si se prefiere, tienen dos orígenes muy diferentes que conviene distinguir. Las hay cuya causa está en la vida presente; otras la tienen fuera de esta vida.
Si nos remontamos al origen de los males terrenales, se reconocerá que muchos de ellos son una consecuencia natural del carácter y de la conducta de quienes los padecen.
¡Cuántos hombres caen por su propia culpa! ¡Cuántos son víctimas de su imprevisión, de su orgullo y de su ambición!
¡Cuántos terminan en la ruina por falta de orden, de perseverancia, porque no tienen conducta o porque no supieron poner un límite a sus deseos!
¡Cuántas uniones desdichadas, porque son fruto de un cálculo de intereses o de la vanidad, y en las cuales el corazón no ha participado en modo alguno!
¡Cuántas disensiones y querellas funestas habrían podido evitarse con mayor moderación y menos susceptibilidad!
¡Cuántas dolencias y enfermedades son consecuencia de la intemperancia y de los excesos de toda clase!
¡Cuántos padres son infelices debido a sus hijos, porque no combatieron en ellos las malas tendencias desde el principio! Por debilidad o indiferencia dejaron que se desarrollaran en ellos los gérmenes del orgullo, del egoísmo y de la torpe vanidad, que vuelven insensible al corazón. Después, más tarde, cuando recogen lo que sembraron, se sorprenden y se lamentan de la falta de respeto y de la ingratitud de sus hijos.
Todos aquellos cuyo corazón ha sido lastimado por las vicisitudes y los desengaños de la vida, interroguen con serenidad a su conciencia; remóntense paso a paso hasta el origen de los males que los afligen, y descubrirán que la mayoría de las veces pueden afirmar: Si hubiese hecho o si hubiese dejado de hacer tal cosa, no me encontraría en esta situación.
¿A quién, pues, debemos responsabilizar de todas esas aflicciones, sino a nosotros mismos? Por consiguiente, el hombre es, en un gran número de casos, el artífice de sus propios infortunios. No obstante, en vez de reconocerlo, encuentra más sencillo y menos humillante para su vanidad acusar de ello a la suerte, a la Providencia, a la falta de oportunidades, a su mala estrella, cuando en realidad su mala estrella reside en su propia incuria.
Los males de esa naturaleza aportan, con toda seguridad, una significativa contribución a las vicisitudes de la vida. El hombre habrá de evitarlas cuando trabaje para su mejoramiento moral tanto como lo hace para su mejoramiento intelectual.
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