Si Dios está en todas partes, ¿por qué no lo vemos? ¿Habremos de verlo después de dejar la Tierra? Esas son las preguntas que nos plantean a diario.
La primera se puede responder fácilmente. Nuestros órganos materiales tienen percepciones limitadas que no les permiten ver determinadas cosas, incluso materiales. De ese modo, ciertos fluidos escapan totalmente a nuestra visión, como también a nuestros instrumentos de análisis, aunque eso no da motivo a que dudemos de su existencia. Vemos los efectos de la peste, pero no vemos el fluido que la transmite; vemos los cuerpos en movimiento bajo la influencia de la fuerza de gravedad, pero no vemos esa fuerza.
Los órganos materiales no pueden percibir las cosas de esencia espiritual. Sólo podemos ver a los Espíritus y las cosas del mundo inmaterial con la visión del Espíritu. Por lo tanto, únicamente nuestra alma puede tener la percepción de Dios. ¿Acaso lo verá de inmediato después de la muerte? Al respecto, sólo las comunicaciones de ultratumba pueden ilustrarnos. Por medio de ellas llegamos a saber que la visión de Dios constituye un privilegio exclusivo de las almas más purificadas, y que son muy pocas las que, cuando abandonan la envoltura terrenal, poseen el grado de desmaterialización necesario para ello. Una comparación vulgar hará que lo comprendamos fácilmente.
Una persona que se encuentra en el fondo de un valle, envuelta por una densa bruma, no puede ver el sol. Sin embargo, por la luz difusa percibe que el sol brilla. Si decide subir a la montaña, a medida que ascienda, la neblina se irá disipando cada vez más y la luz se hará cada vez más viva. Con todo, todavía no verá el sol. Recién después de que se haya elevado por completo por encima de la capa de niebla, y haya llegado al punto donde el aire esté perfectamente limpio, contemplará al astro en todo su esplendor.
Lo mismo ocurre con el alma. La envoltura periespiritual, aunque para nosotros sea invisible e intangible, con relación al alma es una materia verdadera, demasiado grosera todavía para ciertas percepciones. Esa envoltura se espiritualiza a medida que el alma se eleva en moralidad. Las imperfecciones del alma son como capas neblinosas que enturbian la visión. Cada imperfección de la que se despoja es una mancha menos, pero sólo después de que se ha purificado completamente goza de la plenitud de sus facultades.
Puesto que Dios es la esencia divina por excelencia, solamente puede ser percibido en todo su esplendor por los Espíritus que han alcanzado el más alto grado de desmaterialización. En cuanto a los Espíritus imperfectos, por el hecho de que estos no vean a Dios, no se concluye que estén más alejados de Él que los demás, puesto que, al igual que todos los seres de la naturaleza, están inmersos en el fluido divino, del mismo modo que nosotros lo estamos en la luz. Lo que ocurre es que las imperfecciones de esos Espíritus son como vapores que les impiden verlo. Cuando la niebla se disipe, lo verán resplandeciente. Para eso no necesitan ascender ni buscarlo en las profundidades de lo infinito. Cuando la visión espiritual quede desobstruida de las manchas morales que la oscurecían, lo verán, sea cual fuere el lugar en que se hallen, incluso en la Tierra, porque Dios está en todas partes.
El Espíritu se purifica con el correr del tiempo, y las diferentes encarnaciones son alambiques en cuyo fondo deja, cada vez, algunas impurezas. Al abandonar su envoltura corporal, los Espíritus no se despojan instantáneamente de sus imperfecciones, razón por la cual, después de la muerte, no ven a Dios más de lo que lo veían cuando estaban vivos. No obstante, a medida que se purifican, tienen de Él una intuición más clara. Aunque no lo vean, lo comprenden mejor, pues la luz es menos difusa. Así pues, cuando algunos Espíritus manifiestan que Dios les prohíbe que respondan una pregunta, no significa que Dios se les haya aparecido o les haya dirigido la palabra para ordenarles o prohibirles tal o cual cosa. Por supuesto que no. Ellos lo sienten, reciben los efluvios de su pensamiento, del mismo modo que ocurre con nosotros en relación con los Espíritus que nos envuelven en sus fluidos, aunque no los veamos.
Ningún hombre puede, por consiguiente, ver a Dios con los ojos de la carne. Si esa gracia le fuera concedida a algunos, sólo se realizaría en estado de éxtasis, cuando el alma está tan desprendida de los lazos de la materia que hace que ese hecho sea posible durante la encarnación. Por otra parte, ese privilegio correspondería exclusivamente a las almas selectas, que han encarnado en cumplimiento de alguna misión, y no a las que han encarnado para expiar. Con todo, como los Espíritus de la categoría más elevada resplandecen con un brillo deslumbrante, puede suceder que los Espíritus menos elevados, encarnados o desencarnados, maravillados con el esplendor que rodea a aquellos, supongan que ven al propio Dios. Sería como quien ve a un ministro y lo confunde con el soberano.
¿Con qué apariencia se presenta Dios a quienes se hacen dignos de verlo? ¿Será con alguna forma en particular? ¿Con una figura humana o como un resplandeciente foco de luz? En el lenguaje humano no se lo puede describir, porque no existe para nosotros ningún punto de comparación que nos pueda dar una idea de Él. Somos como ciegos de nacimiento a quienes se intentara inútilmente hacer que comprendamos el brillo del sol. Nuestro vocabulario está limitado a nuestras necesidades y al círculo de nuestras ideas; el de los salvajes no serviría para describir las maravillas de la civilización; el de los pueblos más civilizados es demasiado pobre para describir los esplendores de los cielos, y nuestra inteligencia es muy limitada para comprenderlos, así como nuestra vista, excesivamente débil, quedaría deslumbrada.
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