Si bien en esta vida existen males cuya causa principal es el hombre, hay otros a los que es ajeno por completo, al menos en apariencia, y que parecen afectarlo como por obra de la fatalidad. Son ellos, por ejemplo, la pérdida de los seres queridos y la de los que constituyen el sostén de la familia. También son los accidentes que ninguna previsión hubiera podido evitar; los reveses de fortuna que frustran todas las medidas de prudencia; las plagas naturales, las enfermedades de nacimiento, particularmente aquellas que quitan a tantos desdichados los medios de ganarse la vida con su trabajo: las deformidades, la idiotez, el cretinismo, etc.
Los que nacen en semejantes condiciones, seguramente no han hecho nada en esta vida para merecer, sin compensación alguna, una suerte tan triste, que no pudieron evitar, que están en la imposibilidad de cambiar por sí mismos y que los deja a merced de la conmiseración pública. ¿Por qué, pues, existen esos seres tan infortunados, mientras que a su lado, bajo un mismo techo y en la misma familia, hay otros favorecidos en todos los sentidos?
¿Qué diremos, por último, de esos niños que mueren en edad temprana, que no conocieron de la vida más que los padecimientos? Se trata de problemas que ninguna filosofía ha podido aún resolver, anomalías que ninguna religión ha podido justificar, y que serían la negación de la bondad, de la justicia y de la providencia de Dios, en la hipótesis de que el alma sea creada al mismo tiempo que el cuerpo, y que su suerte esté irremediablemente fijada después de una permanencia de algunos instantes en la Tierra. ¿Qué han hecho esas almas, que acaban de salir de las manos del Creador, para sufrir tantas miserias en este mundo, así como para merecer en el porvenir una recompensa o un castigo cualquiera, cuando no han podido hacer ni bien ni mal?
Con todo, en virtud del axioma según el cual todo efecto tiene una causa, esas miserias son efectos que deben tener una causa; y desde el momento en que admitimos la existencia de un Dios justo, esa causa también debe ser justa. Ahora bien, como la causa precede siempre al efecto, si aquella no está en la vida actual, debe ser anterior a esta vida, es decir, debe pertenecer a una existencia precedente.
Por otra parte, como no es posible que Dios castigue a alguien por el bien que ha hecho ni por el mal que no ha hecho, si somos castigados, es porque hemos obrado mal. Si no hemos hecho el mal en esta vida, lo hicimos en otra. Nadie puede evadir esta alternativa, en la que la lógica determina de qué lado está la justicia de Dios.
Por consiguiente, el hombre no es castigado siempre, o completamente castigado, en su existencia presente, pero nunca escapa a las consecuencias de sus faltas. La prosperidad del malo sólo es momentánea, pues si no expía hoy, expiará mañana, mientras que el que sufre está expiando su pasado. La desgracia que en un principio parece inmerecida tiene, pues, su razón de ser, y el que sufre puede decir en todos los casos: “Perdóname, Señor, porque he pecado”.
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